Desde que el
Partido Popular ganó las elecciones generales se ha abierto la veda de las
huelgas y las manifestaciones. Algunos comentaristas políticos de buena memoria
recuerdan que, cuando el partido socialista pierde en las urnas, gana la calle.
Lo
mismo sirve la guerra de Irak, la marea negra del Prestige, la Ley de
Educación, el Metro de Madrid, o lo que se tercie. Siempre habrá un culpable en
el gobierno a quien colgarle el muerto y por consiguiente justificar las
huelgas y manifestaciones.
Pero
no siempre se trata de una cuestión relevante, que podrían ser objeto de
contestación pública. Miles de manifestaciones en Madrid en lo que va de año,
no pueden obedecer a razones de peso, sino a motivaciones forzadas. Se trata de
eso, de tomar la calle, una vez perdidas la urnas.
Hay
que reconocer que la izquierda, será por la práctica, lo hace muy bien. Sabe
sumar efectivos provenientes de los minoritarios grupos ácratas, okupas, movimientos
sociales nacidos en defensa de cualquier causa justa, como los desahucios, que
se convierten en causa justa solo cuando gobiernan los de enfrente.
Los
socialistas, cuando gobiernan o donde gobiernan, pueden privatizar la gestión
de los hospitales públicos, pero se convierte en un tremendo recorte de derechos
sociales si se le ocurre a un gobierno distinto.
A
pesar de lo dicho hasta aquí, el derecho de manifestación o de huelga (¿para
cuándo una Ley de Huelga?), debe estar garantizado y ejercido, con razón o sin
ella, siempre que los convocantes piensen que la tienen, pero cumpliendo
escrupulosamente las normas establecidas por el Parlamento, donde reside la
soberanía nacional.
El
problema no es la abundancia, el abuso diría yo, si no fuera por las
consecuencias que en muchos casos tienen para el resto de los ciudadanos a
quienes se impide desarrollar su vida con normalidad, el problema es la violencia
con la que se desarrollan o terminan muchas de estas manifestaciones o huelgas.
Un día lo lamentaremos todos, porque no creo que sea eso lo que buscan algunos
extremistas infiltrados.
No
me estoy inventando nada. Escribo este artículo mientras oigo en una
televisión, nada menos que a un catedrático de ciencias políticas, defender el
uso de la fuerza, de la violencia, como hicieron los revolucionarios de muchos
países, y citando expresamente los sans-culottes
de la revolución francesa.
Algunos
líderes de organizaciones de estudiantes, que ni siquiera están matriculados en
una asignatura, son auténticos agitadores que viven de eso, con largos
historiales de violencia, que defienden públicamente, aunque justificándola con
la violencia policial, siempre, en su versión de los hechos, provocadora y
desproporcionada.
Todo
esto no es casual, sino que obedece a un plan bien trazado y ejecutado, con objetivos
muy claros que no ocultan, como la monarquía, la Iglesia Católica, la banca, la
democracia...con ataques abiertos y públicos. Los errores ajenos, que siempre
los hay, son siempre magnificados y explotados, mientras se ignoran o tapan los
propios.
Esa
democracia que dicen defender se gana en las urnas, no en la calle, salvo que
lo que se persigue no sea preservar el sistema democrático sino su destrucción.
Si así fuera, si realmente defendieran la democracia, la restauración de la II
República, cuya bandera preside masivamente todas estas manifestaciones, si de
verdad, como dicen, representaran al pueblo oprimido por el capitalismo,
tendrían asegurada una mayoritaria victoria electoral.
La
violencia verbal o física, el insulto, la ofensa grave contra políticos, instituciones y fuerzas de orden,
o la destrucción de mobiliario urbano, escaparates, vehículos o bienes públicos
o privados, son el primer capítulo del manual revolucionario que solo busca
provocar reacciones violentas que sirvan
de justificación.
Una
minoría violenta bien adiestrada, sin escrúpulos, está arrastrando por un
precipicio, sin frenos, a muchas buenas personas de las que aprovechan su justa
indignación. Los veo en manifestaciones, a veces con niños, portando una
bandera que seguramente han puesto en sus manos y de cuyo significado apenas
conoce lo más elemental, y siento indignación y pena.
Viví
en primera línea la revolución checoslovaca de 1989, estando presente en la
Plaza de Wenceslao y Parque Letná, junto al Estadio del Sparta de Praga, en las
concentraciones diarias de casi un millón de personas, Nunca se produjo ni un
solo acto de violencia, ni verbal siquiera, y solo aclamaciones a Václav Havel (el
forzado líder que necesitaban) y peticines de salida de los comunistas del Gobierno.
Aplausos,
vítores y críticas de una masa enfervorizada, pero pacífica, sin muestras de
violencia y con un sentido cívico envidiable. Se decía, y creo que era cierto,
que tras las manifestaciones no quedaba ni un papel en el suelo. Presencié la
llegada de una ambulancia para recoger a una persona que sufrió un desmayo, y
como se abría un pasillo entre los manifestantes para facilitar la maniobra. Por
estas latitudes, los latinos somos de otra forma, tenemos la sangre más
caliente y, terminados los argumentos, todo lo resolvemos con violencia, de la verbal
a la física en una espiral que a veces tiene graves consecuencias.
Los
checoslovacos lograron su propósito, eran mayoría y el férreo sistema comunista
(Havel estaba más tiempo en la cárcel que en su casa) no permitía otro tipo de
contestación. Nosotros no somos checoslovacos y nuestro sistema político
democrático tiene cauces legales para los cambios de Gobierno. La violencia descontrolada
de unas minorías puede derivar en graves disturbios que solo servirán para que víctimas
inocentes paguen las consecuencias, pero ningún logro político.