Podría establecerse, en términos muy
generales, que el ser humano, que es capaz de las mayores hazañas y de los más
horrendos crímenes, se mueve fundamentalmente por dos motivaciones: el amor y
el odio.
Naturalmente
no me estoy refiriendo a lo cotidiano, la vida habitual de cada uno, el
trabajo, la familia, la sociedad con la que tratamos a diario. No me refiero a
los actos mecánicos ni al desarrollo de las vidas de la inmensa mayoría de
nosotros. Me refiero a actos extraordinarios pero de de los que se producen
infinidad de ellos cada día, en uno u otro sentido, aunque sean más divulgados
los negativos, los motivados por el odio.
Hacía
esta reflexión viendo una fotografía de los etarras excarcelados y reunidos en
Durango. Los rostros desfigurados por el odio, irreconocibles como seres
humanos, ese odio que, seguramente, les inocularon en su juventud en una ikastola.
Han
pasado años en la cárcel, donde una sociedad
democrática ha creído que podrían reinsertarse, volver a ser ciudadanos sin
odio, personas capaces de olvidar y arrepentirse del inmenso daño causado, pero
viendo sus caras se llega a la convicción de que eso no ha sido posible. No
hace falta que hablen, ni siquiera que
guarden un silencio culpable, solo hay que ver sus caras deformadas por tanto
odio acumulado.
Amor
y odio van siempre en función de los demás, se ama o se odia a seres humanos,
individual o colectivamente. Podríamos poner más ejemplos, pero basta uno para
entender lo que quiero decir: la madre Teresa de Calcuta puede ser el
paradigma, la sublimación del amor humano hacia sus semejantes más necesitados,
precisamente, de ese amor.
Se
aprende a amar y se aprende a odiar, se enseña a amar y a odiar, se llama
formación, educación, adoctrinamiento, según el grado o la intensidad con que
aleccione quien asume tan importante responsabilidad.
Viendo
las caras deformadas por el odio de esos etarras se han desvanecido muchas
esperanzas de una solución democrática para algunos problemas de la humanidad
como el hambre y la pobreza, causadas por la falta de amor y el egoísmo, o el
terrorismo cuyo motor es el odio a los distintos.
Estos
etarras no han cumplido sus penas de cárcel, donde no quisieron arrepentirse de
sus crímenes, gracias a una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
de Estrasburgo. Lo que ese alto tribunal no ha podido quitarles es la condena
de vivir el resto de sus existencias en el odio.
No
lo digo yo, lo decía Mao Tse Tung que debía saber por qué lo decía: “La
revolución es la movilización del odio”. Sin duda debió sembrarlo
abundantemente entre sus compatriotas para lograr movilizarlos.
Viendo
la presencia de niños en algunas manifestaciones públicas blandiendo banderas,
me da igual las que sean ni lo que reivindiquen, pienso si esos padres son
realmente conscientes de la educación que están dándole a esos hijos, si
estarán aleccionándolos con plena responsabilidad, si los utilizan sin medir el
alcance de esa manipulación y
radicalización.
Los
padres son también responsables de a qué centros educativos llevan a sus hijos
y de la formación que en ellos se imparte. Se puede sembrar en esos jóvenes
corazones valores positivos de solidaridad y amor hacia sus semejantes, pero
también, y es lo lamentable, el odio hacia personas o colectivos que puede, y
de hecho así es, derivar en atroces crímenes.
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